El magnicidio (1979): novela del poder y de la infamia



















El magnicidio es la novela de un 'Cándido'. 

Espinosa la escribió en la década de 1970, en plena expansión de ideas comunistas. "El derrocamiento de Allende, en Chile, terminó de radicalizar las izquierdas en América Latina" -recuerda Espinosa-. "Las fanatizó. Me parecía escandaloso porque los jóvenes abandonaban la universidad para ir a tirarse al monte. Y quise hacer una novela crítica previendo que la fanatización llevaría al comunismo a la catástrofe".

En El magnicidio, la suma del dogma y el fanatismo se personifican en la guerrillera Ángela Droz, contrapuesta a Manuel del Cristo, un hombre que llega al poder para darse cuenta de que no todo lo que se pensaba se podía hacer.

Al publicar El magnicidio en 1979, con semejante argumento, la izquierda tildó de reaccionario a Espinosa. "Me atacaron los comunistas -dice el autor-. Dijeron que yo era un cándido porque pensaba cosas que no podían pasar en un sistema que era perfecto".


Toda persona que está en el poder sufre algún tipo de locura, porque no ve la realidad directamente, sino a través de una camarilla. Se ve en cualquier gobierno: esa persona llama a sus amigos para que le ayuden y lo rodean de tal manera que toda percepción del mundo viene a través de esas personas. Entonces, hay una desconexión de la realidad y eso se llama locura. De alguna manera, el gobernante 
está sumido en la locura.

Pasa igual con los artistas... Sí, viven en una lisonja permanente, en la adulación.

ROSARIO TIJERAS Y GENOVEVA ALCOCER




POR JORGE FRANCO RAMOS


Mi primer encuentro con la obra de Germán Espinosa fue por todo lo alto. En un pavoroso vuelo, como lo son casi todos, traté de distraer mi ansiedad hojeando una revista, y en ella me topé con una historia que logró lo que nadie ha podido a veinte mil pies de altura: robarme una espontánea y relajada sonrisa. El cuento que logró semejante proeza se titula «La aventura», y en él, una mujer escapaba de la ardua realidad a través de sueños despiertos.




Quedé totalmente motivado por el manejo que el autor le dio a la cotidianidad y al absurdo, para crear esa ironía con la que cuestionamos la realidad y por la forma como los sueños se atrevieron a desafiarla; quedé fascinado por ese instante mágico y conmovedor cuando el tiempo sorpresivamente cambió, como si alguien hubiera hecho sonar los dedos para recordarnos que la ficción tiene un límite, y que éste se encuentra precisamente en el diario vivir, a pesar de que constantemente intentemos franquearlo con las fantasías, con el amor, con las páginas que leemos y acaso escribimos. Siempre habrá algo, un estómago vacío, un dolor en el alma, una mirada hacia afuera a través de una ventana o un periódico para recordarnos que la realidad está ahí, es dura y siempre gana.




Ya una vez con los pies en la tierra, quise aproximarme a ese autor que tanto había oído mencionar pero al que por inexplicables razones no le había hecho justicia metiéndome en sus páginas. Entonces lo que había encontrado en «La aventura» sería sólo el comienzo de lo que habría de descubrir en el universo literario de Germán Espinosa. Y digo universo porque así fue la dimensión de mi hallazgo. Personajes disímiles, minuciosamente engendrados, que van desde una mujer que deja el arroz en lento mientras sueña, hasta un rey fratricida en Amphisa, pasando por toda una serie de reconocidos personajes históricos que adquieren una dimensión humildemente humana bajo la pluma de su autor, cuando interactúan con otros compañeros de página, seres comunes y corrientes, los hijos de la creación literaria de Germán Espinosa. Lugares propios y cercanos, cuyos aromas nos son familiares, caserones de paredes enmohecidas con alcobas llenas de recuerdos lujuriosos, claustros y celdas donde los instintos eran constantemente puestos a prueba, fondas y cantinas del interior donde de boca en boca y generación tras generación perduraban las historias que tenían lugar en nuestras montañas, las esquinas de su Cartagena natal, la luz tenue de los barrios bogotanos, los palenques aferrados a la eterna memoria del esclavo, las tierras caprichosas que fueron testigo de las empresas libertadoras. También encontré que la geografía de Germán Espinosa traspasaba nuestras fronteras, en sus páginas aflora el exotismo de tierras extrañas y lejanas, donde a través del tiempo volvemos a los reinos de la antigüedad, o a la Europa del siglo XVIII, a la ahora sumergida Atlántida o a las culturas precolombinas donde una reina insensata prohibía soñar. Y aunque el paisaje es disperso y variado, sus territorios fantásticos y cotidianos están unificados por lo que yo considero son sus dos grandes fuerzas temáticas: la primera es sin lugar a dudas el referente histórico, que a su vez sirve como eje y escenario para desarrollar lo que sería la otra constante en la obra de Germán Espinosa, el enigma existencial con toda su complejidad. De estos asuntos se desprenden muchos otros, entre los cuales es obligatorio destacar el aspecto religioso y la erudición con que es tratado.




De este tema he estado siempre imbuido, no sólo como resultado que soy de más de doce años bajo educación religiosa, sino como atento observador de un sistema controvertido que ha puesto en su balanza los aspectos más polémicos de la evolución humana. Germán Espinosa trata con maestría la colisión absurda de la moral y la ciencia, y los hechos y comportamientos que merced a este impacto se movieron tras bambalinas. Así, fueron a dar a la misma balanza el amor y el erotismo, la fe y la sabiduría, el poder tirano y los sueños de libertad, el miedo y la verdad, la obstinación y el castigo, entre otros muchos elementos asumidos y reivindicados por el hombre con el único fin de explicarse a sí mismo.




Toda la proliferación de ideas que surgió de la controversia religiosa, toda la pluralidad de voces de sus personajes cotidianos o históricos, así como el paisaje propio y el extranjero, encontraron su lugar de confluencia en las palabras, en los hechos y en el tiempo que creó Germán Espinosa para darle vida a Genoveva Alcocer. Esta mujer, llamada por algunos que la amaron —entre ellos el autor— “tejedora de coronas”, reúne en las páginas que cuentan su historia los rasgos más representativos y sublimes del universo de Espinosa, afirmación que por supuesto no pretende entrar en odiosas discusiones comparativas con el resto de su obra. Sino, que la voz de Genoveva Alcocer es el medio idóneo para aproximarse al espíritu de su autor, a su obsesiva documentación histórica, a su pasión por el tema, a la exuberancia de su prosa, a la precisión de las ideas, a los linderos de la perfección. «La tejedora de coronas» recoge en su totalidad lo que busca todo autor osado que se dedique a este oficio; todos quisiéramos dar a luz en nuestros intentos literarios a un personaje del tamaño y complejidad de Genoveva Alcocer, quisiéramos poder construir una estructura narrativa que a pesar de ser poco común no tuviera el sabor de lo experimental, quisiéramos entretejer una historia individual con una colectiva de la misma manera impecable y verosímil que lo hace Germán Espinosa, y sobre todo, quisiéramos como él, mantener intacto un sueño que proyectó desde su infancia. Porque son precisamente su obstinación y su obra las que hacen que no desfallezcamos en el intento quienes como yo, ingenua e infructuosamente, tratamos de emular a su maestro.




Como lector, como estudioso de la literatura universal, y como escritor de corta trayectoria, encuentro en la obra de Germán Espinosa toda la importancia y la trascendencia necesarias para calificarla de maestra, y aunque aún no termino de repetirla y recorrerla en toda su extensión, pretendo hacerlo con la parsimonia y meticulosidad de quienes saben degustar la exquisitez de los mejores vinos, o como seguramente me refutará el maestro, de los mejores whiskies.




Cartagena de Indias, octubre 21 de 1998






Este blog, albacea de los admiradores, entusiastas y críticos de la obra de Germán Espinosa, se abre al público lector para recibir las impresiones que en todo el universo desate su obra literaria.

La tejedora de coronas, o la universalidad




Publicada en 1982, La tejedora de coronas es una de las novelas colombianas mejor logradas. Brillante. No hay que asustarse por la técnica narrativa: se trata de un reto estilístico que plantea leer un capítulo (más o menos de veinte páginas) sin puntos seguidos ni dos puntos, sin paréntesis ni guiones, respirando únicamente con las pausas de las comas; y esa técnica resulta la más apropiada para narrar el fluir de la conciencia de la protagonista-narradora, Genoveva Alcocer, cuyos recuerdos se van relatando en círculos o espirales concéntricas, zarandeándonos de París hasta Nueva York, pasando por Roma y Quito, y teniendo como punto de partida Cartagena de Indias, el puerto colombiano que en la colonia española vivía asediado por piratas de todo el mundo. Genoveva Alcócer es una cartagenera criolla de origen español que con diecisiete años se nos presenta desnuda, contándonos cómo se espejea en los cristales biselados de su caserón colonial, solitaria porque los piratas acabaron de arrasar su ciudad, llorosa porque ha sido violada y mar adentro truena la tempestad nocturna. Lo que parece ser un monólogo de Genoveva sorprende por el denso erotismo de verse desnuda en el baño de su caserón solitario mientras recuerda los momentos inmediatamente anteriores: 

[…] y quedé desnuda frente al espejo de marco dorado que reflejó mi cuerpo y mi turbación, un espejo alto, biselado, ante cuyo inverso universo no pude evitar la contemplación lenta de mi desnudo aún floreciente [anhelando] al adorable adolescente que me había hecho comprender […] la función nada maternológica ni mucho menos lactante de mis eréctiles pezones […] y me sentí avergonzada del recorrido escalofriante, y quise eludir el reflejo de mi cuerpo [… pero mis ojos permanecían fijos]  en la hendidura que parecía temblar de placer bajo la maleza rojiza del vello, cuya contemplación me hacía sentir un escalofrío eléctrico, como de ámbares frotados, una especie de zigzagueante relámpago como esos que alborotaban el mar, recorrerme las piernas, que apretaba entonces como los niños cuando no pueden retener la orina, y el efecto era igual que si me hubiesen masajeado los muslos, como una esclava hizo alguna vez para curarme un calambre, así que pensaba en mi buen confesor, muerto por los piratas, y en sus advertencias piadosas sobre los desvíos compulsivos que Satanás nos alienta, e imaginaba un cabezal apropiado para cauterizar la cisura de aquella enervante sangría, para restañarme la herida del sexo como si fuera la del cordón umbilical, y sentí entonces la necesidad de algo que lo taponara profundamente hasta cortar o estancar aquel flujo magnético que me hacía apretar los muslos y evocar con furor el cuerpo amado de Federico…


Antes de contarnos por qué y cómo se originó el pillaje a la ciudad, Genoveva prefiere recordar los meses inmediatamente anteriores cuando todo parecía idílico y Federico Goltar, su joven amante, la invitaba a subir a la terraza de su casa y observar, a través de su pequeño telescopio, la pequeña luz de un nuevo planeta, verde en el cielo estrellado, mientras abajo sus dos familias de origen español, los Goltar y los Alcocer, cenaban y hablaban de negocios.

Espinosa puso como punto de partida de su novela el ataque de la flota francesa contra Cartagena de Indias, una batalla que ocurrió a finales de 1697. La ciudad quedó arrasada, las familias españolas arruinadas, y sus hijas, como Genoveva, tuvieron que vivir de las joyas que habían logrado esconder o, bien, de actividades "non santas". Años después del pillaje, huérfana y solitaria, Genoveva acoge la visita de dos cosmógrafos franceses. Ellos advierten su inteligencia y se la llevan a Europa, enrolándola en la logia masónica de París. Al comenzar el tercer capítulo la vemos desembarcar en el puerto de Marsella en la primavera de 1712 y a los pocos días enrumbar hacia París, cuyas iglesias y tejados “pruriginosos de las casas agachadas sobre el Sena” ve desde su habitación, después de haber hecho el amor con François-Marie Arouet, es decir, nadie menos que con Voltaire, miembro de su logia masónica. Genoveva nuna se casa ni tiene hijos. Pero pese a ser infértil, Genoveva fertiliza a las almas masculinas de los masones, los dota del sentido femenino de la vida, no importa que en ocasiones se precipite en orgías y excesos sexuales. Se parece a Diótima del Banquete de Platón: suerte de cortesana americana que practica la filosofía, las artes y las ciencias como ayudas genésicas. En ella, ciencia y filosofía son sonrisas de la belleza vital y en su cuerpo desnudo, por parafrasear a Nicolás Gómez Dávila, parecen resolverse todos los problemas del universo.




(Lienzo de Daniel Jácome, 2009)
Sin embargo, pese a sus nuevos amantes, Genoveva no olvida al primero, a Federico Goltar, el joven cartagenero como ella, seducido por los piratas en el sitio de 1697 y fusilado por el gobernador de los Ríos en un intento por hallar culpables. Recuerda que días antes de la toma de Cartagena, él decía haber descubierto por sí mismo el séptimo planeta del sistema solar, Urano, setenta antes de que la ciencia europea lo reconociera como tal. Esta mención obedece por un aparte a que Germán Espinosa comenzó a escribir su novela el día en que Neil Armstrong alunizó en 1969. Por otra parte, obedece también a romper paradigmas con respecto a Latinoamérica. Imaginar qué sería de un joven cartagenero en plena colonia, cercado por las murallas, si descubriera un nuevo planeta, ¿no significa una crítica a la mentalidad colonial? En esa época, 1697, el único lazo de unión entre las colonias hispanoamericanas con la ciencia era a través de Francia, pero este país sólo podía penetrar mediante las tomas de piratas, mediante la violencia.



(Nicoletta Tomas)
Hay dos planos narrativos en La tejedora de coronas que vemos a través de Genoveva: 1) el de su adolescencia en Cartagena de Indias asediada tanto por los piratas como por su familia católica y castradora del sexo y del amor, y 2) el de su misión en la logia masónica que consiste en proyectar el conocimiento científico sorteando ignorancias y fanatismos. La toma de los piratas, a lo largo de los capítulos, va uniendo ambos planos narrativos y de ahí la ausencia de puntos seguidos. Así las calles de Cartagena, asoladas por la peste, se unen con las calles parisinas pululantes de prostitutas; la burocracia criolla es un reflejo del eslabón monárquico europeo. También hay dos formas de narrativa: la de una narración enciclopédica y el de una prosa simbolista. Lo uno no altera lo otro y todo funciona como el movimiento del mar: tras alcanzar un gran vuelo lírico-filosófico, punta última de la cresta, desciende la ola para volverse a formar con otros datos y otras situaciones. Pineda Botero señaló que si simbolizáramos el desarrollo de la trama en secuencias de la A a la Z, una vez cubierta la secuencia O-P, la narración continuaría con H-I, luego con D-E, para regresar a P y hacer P-Q (véase Juicios de residencia, 2001, 270).

Plano antiguo de la Bahía de Cartagena en tiempos de piratas
Ahora bien, Pineda Botero se equivoca al decir que El siglo de las luces (1962) de Carpentier sea la principal influencia de Espinosa. No. Fue Bomarzo (1962) del argentino Manuel Mujica Lainez, de donde Espinosa tomó el impulso de recobrar la historia con la prosa modernista, lírica. Si nos apuran con comparaciones, diremos La tejedora de coronas goza de cierto hálito similar a Bomarzo (1962), del argentino Manuel Mujica Lainez, y se parece a Noticias del imperio (1987), de Fernando del Paso, donde también los franceses invaden a América. Tres novelas hispanoamericanas zambullidas en la historia europea, de carácter cósmico, tocadas por elementos fantásticos.


La tejedora de coronas explora con feliz intuición la naturaleza, la historia, el alma, cielo y tierra y hasta el fondo del mar. La teoría de Vargas Llosa de la “novela total” (y Vargas Llosa varias veces elogió a Espinosa) sin duda se puede aplicar a La tejedora de coronas, porque ésta también es una novela total en la línea de esas creaciones demencialmente ambiciosas que compiten con la realidad real de igual a igual, enfrentándole una imagen de una vitalidad despampanante, voluptuosa.


La UNESCO consideró esta novela obra representativa de la humanidad en 1992. Cuando se tradujo al francés comoLa Carthagenoise, esta novela despertó tal vez mucha más fascinación que en la propia Colombia. En París no cabían de la dicha que la protagonista Genoveva Alcocer fuera amante de Voltaire y reviviera como ninguna el período de la Ilustración, cuando Francia se expandía por todo el orbe occidental. La novela de hecho arranca con el sitio de Cartagena de Indias en 1697, cuando el rey Luis XIV ordenó atacar este puerto en el Caribe para minar al decadente Imperio español.


GARCÍA MÁRQUEZ Y GERMÁN ESPINOSA: SIMPATÍAS Y DIFERENCIAS

Por Sebastián Pineda Buitrago



Tres años después de Cien años de soledad, publicada en Buenos Aires,  apareció en 1970, en la orilla oriental del Río de la Plata, en Montevideo, Los cortejos del diablo. La primera edición se agotó en una semana. ¿Por qué en menos de tres años otra vez un novelista del Caribe colombiano volvía a fascinar a los lectores del Río de la Plata? ¿Qué ocurría? ¿Tenía razón Alejo Carpentier, para quien el Caribe transmitía por ósmosis realismo mágico, o Germán Espinosa había logrado imitar muy bien a García Márquez? 

Ninguna de las dos. La literatura del cartagenero no obedecía al realismo mágico y ni siquiera se acercaba estilísticamente a la técnica de su compatriota. La prosa de Los cortejos del diablo escapa a la sintaxis tradicional, estalla en variados juegos del lenguaje, como cuando habla el inquisidor de Cartagena, Juan de Mañozga, con retruécanos, elipsis y otros giros sintácticos. La prosa se estructura como un poema nocturno de León de Greiff (y De Greiff fue uno de los maestros de Espinosa). Además, en Los cortejos del diablo se advierte cómo en medio de lo fantástico aparecen disertaciones teológicas y filosóficas sobre las brujas y los infieles, y una puesta en escena del pensamiento del filósofo Baruch Spinoza.[1] En muy poco se parece a Cien años de soledad, a juzgar por cómo describe al inquisidor Mañozga, personaje histórico, sí, como alguien que detesta el sopor caribeño pero que en el fondo ama su sensualidad.
"¿Por qué me vine a venir, soñando con falsos boatos y virreinales embaucos, del lugar donde me correspondía estar y medrar, las Cortes, coño, las Cortes, allí donde se forjan en un parpadeo eminencias y las togas se cruzan con el filo de las espadas? ¿Por qué me vine a venir a una tierra, tierra de Belcebú que nos hiela de calor, que nos sofoca de frío; a una tierra, tierra de Lucifer esterilizada por el semen de Buziraco, pero exuberante y pasmosa en su misma esterilidad, tierra en fin que devora o vomita, según vengamos a sembrar o a recoger? ¡Ahora soy un esputo de soldados, una resaca, una bazofia de río almacenada en sus bocas de dragón! ¡Ahora soy un desecho de estas tierras malditas del Señor, tierras que, en vez de conquistarlas, me han conquistado o, mejor, succionado, chupado, fosilizado, hasta arraigarme como cizaña diabólica en lo más profundo de sus entrañas! Mañozga escuchaba la carcajada helada de las brujas que revoloteaban arriba, famélicas y vengativas, y un estremecimiento le recorría la espina dorsal."

De ahí que la primera y gran diferencia entre García Márquez y Espinosa tiene que ver con el modo de mirar el mundo.

García Márquez arroja sobre el mundo una sola gran visión cifrada en el mundo imaginario de Macondo, que es un síntesis afortunada y ligera del mundo latinoamericano. Sus novelas esenciales, aun las últimas, Del amor y otros demonios (1994) y Memoria de mis putas tristes (2003), siguen desenvolviéndose con la prosa clara y elástica de la saga de Macondo, portando la visión monoísta del narrador en tercera persona, mezclando tragedia griega y velocidad periodística. Desde su primera novela, La hojarasca (1955) hasta su última, Memoria de mis putas tristes (2003), podría decirse que se trata de un solo libro.

Diez años después de García Márquez, también en el Caribe colombiano, nació Germán Espinosa (1938-2007). En él se notan varios registros estilísticos, de lo que se deduce que arroja muchas miradas sobre el mundo, que sus puntos de vista son diversos. Si en García Márquez hay una acción permanente, en Espinosa hay eso y, sobre todo, una reflexión permanente. Sus mejores novelas poseen la velocidad de la novela negra y policial, el "thriller", al mismo tiempo que la musculatura del relato filosófico y reflexivo estilo Thomas Mann, Huxley o el propio Borges. Su preocupación por el estilo supera con creces el interés meramente narrativo.

Me pregunto si según la terminología de I. Berlin, ¿fue Gabo  un erizo: conoció sólo una gran cosa? O fue un zorro: ¿conoció muchas cosas? La misma pregunta va para Espinosa. 

Pero no nos compliquemos la vida. En la terminología de los poetas medievales, García Márquez fue un poeta del cantar de juglaría –folclórico, y en sus páginas aparecen juglares vallenatos: fue un novelista popular. 
En cambio, Espinosa fue un poeta del cantar de clerecía –culto, en sus páginas aparece Voltaire, Pablo de Tarso, filósofos, fantasmas: fue un novelista para cierto público. 

Ambos, Espinosa y García Márquez, compartieron el ámbito común del Caribe colombiano y gran parte de la materia de sus obras se hunde en esa geografía húmeda, preñada del amasijo esencial de las cosas de América. Allí, según La biografía del Caribe (1945) de Germán Arciniegas – ensayo precursor de Cien años de soledad y de La tejedora de coronas – se dio cita toda la civilización occidental. Por allí penetraron los primeros conquistadores.

 García Márquez y Espinosa arrojan colores distintos sobre el Caribe. El primero, un color blanco-azuloso, mientras el segundo oscurece el espectro o lo matiza más. Quizás en ningún otra parte del mundo alumbre tanto el sol y sea más transparente el aire que en el Caribe equinoccial colombiano. La luz, de tan intensa, enceguece. Y precisamente, ¿cuál es el adjetivo substancial, el principal que sazona la narración de Cien años de soledad? Invito a comprobarlo: el adjetivo es “diáfano”. Todo es diáfano en Macondo: las habitaciones y los corredores de la casa de los Buendía, el río de piedras prehistóricas, las calles y las plantaciones que rodean al pueblo y por supuesto el témpano de hielo que Aureliano Buendía contempla sorprendido, sí: todo es diáfano; casi no hay escenas nocturnas ni momentos difusos, porque no lo permite la prosa de sintaxis clásica como tampoco la fraseología romántica. Todo quiere ser nítido como en la pantalla del cine.

Tal vez García Márquez y Espinosa cuenten con un punto de inicio común: la literatura fantástica. Los primeros libros de cuentos de los dos pertenecen a ese género que en nuestra literatura lo ayudó a impulsar Borges desde Buenos Aires. García Márquez compiló Ojos de perro azul con cuentos escritos entre 1947 y 1955. Fascinado con Huxley, Espinosa publicó los suyos bajo el título La noche de la trapa (1965). Pero ya sabemos cómo, desde La hojarasca, García Márquez se dejó arrastrar por el influjo de Faulkner y fue apoyando su fantasía en objetos familiares, de tal forma que lo fantástico apareciera como una especie de costumbrismo hasta llegar al realismo mágico. Espinosa, en cambio, permaneció siempre fiel a la literatura fantástica, con independencia de ajustarse o no a la realidad cotidiana, con la libertad de no querer vivir en el costumbrismo sino entre los libros, bajo un sistema filosófico o en otra época de la historia. Y si García Márquez insistió en el realismo mágico en los cuentos de La increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y su abuela desalmada (1972), a su turno Espinosa volvió a la prosa culta, a la fantasía oscura o luciferina en los cuentos de Los doce infiernos (1976). Cada uno de estos cuentos gesta un infierno, porque entre otras cosas Espinosa no concibe un relato cuyos protagonistas sean querubines incorruptos. Tampoco se aleja de lo familiar o cotidiano. Al contrario, en dos cuentos se zambulle de lleno en el folclor colombiano: en el titulado “El rebelde Resurrección Gómez” toma el caso de un soldado del general Rafael Uribe que, al regresar después de la derrota en la guerra civil de 1875, se rebela en las filas del general minando y cuestionando la disciplina militar o castrense. En el titulado “Fábula del pescador y la sirena”, si parece deleitarse en los mitos populares del Tolú en el golfo de Morrosquillo, Espinosa de pronto nos sorprende imaginando la venganza del mar contra un apuesto pescador, cuya amante-sirena no es más que un manatí.

GERMÁN ESPINOSA o el hombre-literatura

El lector medio de nuestro tiempo se conforma con ignorar a GERMÁN ESPINOSA (Cartagena, 1938–Bogotá, 2007), teniéndolo por un erudito o un hiperléxico genial. Un ropaje o una áurea verbal lo acompañó toda la vida y cobijó su espíritu; en algún cajón de su cerebro guardaba el diccionario de nuestra lengua, no estática sino dinámicamente. Puesto a expresar un concepto, tenía nueve palabras para decirlo en formas distintas, a cambio de limitarse a la vaguedad y a los equívocos que depara el uso de una sola fórmula, como quieren ciertos “robots”. Su primera regla era la claridad, sin la cual no se establece el contacto. “No avances al siguiente punto si no te has convencido de lo que has dicho anteriormente goza de toda claridad”. Añadía elegancia porque la sabiduría es inaccesible si es abstracta y seca. Construyó otro mundo colombiano de enciclopedia, aunque algo más rico por cuanto se guiaba por el verdadero humanismo: se nutría de pensamiento y encaraba teorías y nuevas formas de pensar y jamás se dejó deglutir por un tirano ni por un sistema. Su novela “La tejedora de coronas” explora con feliz intuición la naturaleza, la historia, el alma, cielo y tierra y hasta el fondo del mar. Sus últimas novelas, declaraba sonriendo, le costaron poco trabajo: “Yo no pongo más que las palabras; y ésas no me faltán”. Ya en sus palabras, quería decirnos, iba añadida su imaginación. Ahora que lo sospecho había en él cierta lógica matemática tomada, quién sabe, de su bravo instinto musical. Ha sido, sin duda, una de los escritores más completos de toda nuestra historia literaria.


SPB, noviembre 2007