GERMÁN Y JOSEFINA



Por Álvaro Bustos González



Hace más de un año y medio, por boca de Ángela Carmela Giraldo, me enteré de la novedad de Germán Espinosa. Le pedí que me consiguiera el teléfono de su apartamento, cosa que hizo con suma diligencia, y me comuniqué con Josefina Torres, su mujer, la cual sufría en la incertidumbre mientras Germán se debatía con la muerte en una unidad de cuidados intensivos del Hospital San José, en Bogotá. Me impresionó la orfandad de Josefina y el silencio nacional frente a la grave enfermedad de su gran escritor. Como pude, apelé a la memoria de mis antepasados Villarreal, los mismos de Germán, identifiqué una parte de mi ancestro bolivarense y traté de consolarla, a sabiendas de que su agradecimiento, que profería entre perplejidades, se lo manifestaba a un desconocido, uno más entre los profusos y callados admiradores de la obra de su marido, quien en ese momento parecía ingresar para siempre al lugar de las sombras infinitas. El escritor había sufrido una complicación en sala de cirugía y su organismo había caído en las garras de la insuficiencia circulatoria.

Días después de esa primera llamada llegó el año nuevo con su doble carga de alcoholes y melancolías; en la hamaca, en el patio, bajo la palma, “donde el silencio es un maduro gajo de fragantes nostalgias”, como en el verso de Aurelio Arturo, llamé de nuevo a Josefina.

El mal persistía y arreciaba como el mar sobre los malecones, y en el país nadie se ocupaba del drama del artista, que había sido minusvalorado por los infames cenáculos de siempre, unas veces por envidia, otras por odio gratuito, siempre de manera injustificada, como si en el pináculo de las letras de esta ingrata nación no pudieran coexistir un par de costeños gloriosos, dueños del mejor estilo literario vigente, mágico y embrujador el de uno, barroco y clásico el del otro, lleno de gracia el del laureado cataqueño, erudito y abierto al mundo el del versátil cartagenero. Esa vez la conversación no pudo terminar. Las lágrimas de la pesadumbre y de la indignación, por el aparente abandono en que se tenía al novelista, ahogaron las palabras de despedida y de consuelo. Sólo Juan Gossaín, con ceremonial respeto y cautela, se había referido días atrás al estado peligroso en que se hallaba Espinosa, el maestro, como es conocido en los medios académicos.

La última vez que hablé con Josefina ya Germán estaba de regreso, todavía con el abdomen abierto, recibiendo los cuidados de enfermería en su domicilio. “¿Quién es?”, oí que preguntó con voz débil. “Si lo vieras, me dijo Josefina, está flaquitico, como cuando era joven”.

Hace dos meses, viendo una entrevista que a Espinosa le hacía Pascual Gaviria en Señal Colombia, lo noté recuperado. No andaba muy fluido de verbo, y con frecuencia se humedecía los labios con la lengua. Habló de su nueva novela y de la muerte de su esposa, que había ocurrido en octubre del año pasado, y de la cual yo no tenía la menor idea. Se me hizo raro que la prensa no hubiera destacado el hecho con una mayor fuerza, dado que Josefina había ejercido el arte de la pintura y no era una desconocida. Pensé otra vez en los cenáculos infames y decidí llamarlo para expresarle mi extrañeza y darle personalmente las condolencias. Lo invité a la Universidad del Sinú y me dijo que ya él no podía atender esa clase de compromisos. Hablamos con brevedad de sus libros, un poco de sus males y algo sobre sus hijos, Adrián y León. José Luis Méndez, que estaba conmigo, quiso saludarlo. Discurrieron sobre un panegírico que Gregorio Espinosa, tío de Germán, le pronunció a María Teresa Méndez en el Club Montería, hace decenios, con motivo de algún reinado social. Entiendo que la oración estaba salpicada de parnasianismos y que Germán, por razones de juventud, lo desconocía o no lo recordaba.

La vida de Germán Espinosa no ha sido fácil. ¡Ah! desprecios y humillaciones los que ha tenido que padecer. Como nunca ha participado en concursos, según confesó en sus memorias, y como su obra, extensa y variada, toca todos los géneros literarios y no es para lectores superficiales e incultos, han optado por catalogarlo como un escritor pesado, que abusa de sus conocimientos históricos, filosóficos, musicales y esotéricos. Nada hay de eso. Es el otro gran escritor vivo de Colombia, y tal vez el único entre los mejores que no le ha hecho concesiones a las modas y al facilismo. El uso de palabras como arbotante, vedija, corimbo, periquete, sarrapia, zoquetillo, churupo, burdégano, escaramujos y zangamangas se debe a él, y nadie podría decir que no son sonoras y expresivas, y menos que no son castizas. Si don Alfonso Reyes no hubiera inventado a jitanjáfora, seguro que Germán lo habría hecho después, y en este caso habría bastado; con ella sola, por lo exquisita y airosa, era suficiente para quedar en la galería de los más afortunados cultores del idioma.

1 comentario:

Ju@n dijo...

¡Qué buen texto! Lo desconocía (como algunos datos respecto de nuestro apreciado Germán). Desafortunadamente el impacto de ciertos escritores obscurece la brillantez de otros.
Juan Cepeda H.