Aitana



Por Álvaro Bustos González





Nunca supe si Aitana, el título del último libro de Germán Espinosa, provino de las colinas españolas que surcan un trozo de la península ibérica o del nombre de una sinfonía de Oscar Esplá, un compositor alicantino de reconocida prosapia musical. No creo, eso sí, que lo haya tomado de alguna jovencita de la farándula, ni que en su decisión hubiera una formal complacencia fonética o una mera gratuidad lingüística. Aitana, para los efectos estéticos que él se propuso, nombrando así a su mujer en la memoria postrera de su lacerante viudez, no me parece un simple modo de catalogar a un personaje real con visos literarios. Algún simbolismo debió atribuirle el eximio escritor al extraño patronímico -él que es tan dado a explorar las cosas misteriosas de la naturaleza- para endilgárselo a su difunta esposa, quien ya habita en el oscuro e insondable abismo del más allá.
Ese nombre, sin embargo, así, escueto y sonoro, calza bien con la intención explícita de Espinosa de dejarle a la posteridad el testimonio de su inmenso amor por Josefina, quien en vida se convirtió en el eje de sus afectos y en su única aliada frente a los múltiples infortunios que juntos tuvieron que padecer. Aitana, que suena como una flauta o como una viola en el acompañamiento de un adagio levemente andante, se descubre en el libro como una mujer previsiva y lúcida, culta y perspicaz, para quien la vida al lado de su marido, un hombre que la amó y la ama hasta la desesperación, fue una maravillosa experiencia dialéctica alrededor del arte, de la literatura y de las ideas políticas.
Si se repasa la sólida obra de Germán Espinosa, sus ensayos graníticos y profundos, sus admirables novelas históricas y contemporáneas, su poesía casi clandestina y sus crónicas de viaje, no hay más remedio que quitarse el sombrero y preguntarse, una vez más, por qué éste no es un escritor mimado por la crítica (la escasa y mezquina crítica literaria que en Colombia funge) ni por la opinión, y entonces se llega a la conclusión de que aquí lo que gusta y lo que vende es el facilismo trivial que pretende convertir en paradigma del arte lo que no es más que un cúmulo de espantajos retocados, de truculencias intrigantes y de banalidades lugareñas, los cuales son colocados en la cima de los gustos generales a punta de mercadeo, para mostrarlos como faros incandescentes que nos harían la vida menos oscura y que nos podrían sacar sin mucho esfuerzo del pedregullo opalescente de la ignorancia.
Había dicho que este es un libro de amor. Y lo es. Es una confesión póstuma de un gran amor, de un sentimiento de dependencia (todo gran amor es una gran servidumbre), que sobrevivió con patetismo a la magia negra, a los filtros embrujados, a la ruindad ilimitada y a la envidia. Uno tras otro, como signados por un destino pérfido, fueron cayendo en los garfios de la muerte los seres más queridos de un poeta desconsolado; uno tras otro, como en un juego macabro, fueron desapareciendo los motivos de la esperanza, hasta que la vida se convirtió en una feble expectativa moribunda, sin explicación alguna ni posible de su propia e ineluctable fatalidad, mientras el escritor recuerda, lleno de neblina, los momentos alucinados de su estancia en una unidad de cuidados intensivos, a la que fue a parar por una de esas ligerezas que no son inhabituales en la práctica de la medicina.
A pesar del sentido de la obra, de su intención plena de rescatar el espíritu para la comprensión de la vida, de sugerir que es posible que existan fuerzas o voluntades no muy bien definidas que son capaces de influir sobre las cosas en una dirección poco rutinaria e inusual, el autor considera que nuestro mundo no está hecho para la paz ni para el amor, y que la sola presencia de la muerte, que nos envuelve bajo múltiples ropajes, descarta toda posibilidad de hallarlos, salvo en la más honda entraña de nuestros corazones. Debe ser por eso que la más próspera de las civilizaciones que existe sobre la Tierra, en la que el hombre ha podido desarrollar sus mejores virtudes, aquella que se funda, al menos en sus postulados, en la libertad y el respeto por nuestros semejantes, sólo ha sido posible cuando la bondad intrínseca que anida en el espíritu humano ha prevalecido sobre la obcecación, el rencor y la maldad.

3 comentarios:

nanyk dijo...

El maestro Espinosa, es a mì parecer el mejor escritor colombiano, de esos que no hace alarde de lo que es, hombre culto, inteligente y de un sentido de la vida envidiable.Aitana es el nombre que màs me gusta de sus ùltimos novelas,todo de ella me parece excelente,al igual que la columna que esccribiò el Doctor Àlvaro bustos,un humanista sensacional,hombre de los que pocos quedan.

Esteban dijo...

Bueno, innegable lo que se dice de Germán, entrañable hombre de letras, lo único triste era su inclinación política. Pero bueno, sería lo mismo que con Heidegger: ¿hay que perdonarles?

Sebastian Pineda Buitrago dijo...

¿Cuáles son las opiniones políticas de G. Espinosa que no compartes, Esteban? Porque Heidegger llegó a apoyar el nazismo, y Espinosa estuvo muy lejos de cualquier totalitarismo de izquierda o derecha...