Conjuros del recuerdo: CUANDO BESAN LAS SOMBRAS

Por DIANA HERNÁNDEZ SUÁREZ 
(Universidad Nacional Autónoma de México
Email: dianahsuarez5@gmail.com)

Finalmente tratar de capturar la experiencia es lo que hacemos. Si algo nos mueve a escribir sobre un libro, un viaje o un amor no es sólo por "dotes" de escritor, sino por alguna extraña necesidad de fijar algo en la memoria, quizás ante la conciencia de su vulnerabilidad. Hasta el más fiel de los recuerdos, y hasta el más profundo de los amores se vulnera con el tiempo, cambia, se transfigura, lo perdemos: “ni el pasado es nuestro”.


Después de casi seis meses que han pesado como años en mi recuerdo he decidido fijar mi experiencia de Cuando besan las sombras, un libro genialmente musical de Germán Espinosa. Comencé a leerlo motivada por el escepticismo de que fuera el mejor escritor colombiano del siglo XX –yo dudaba que hubiera alguien mejor que García Márquez–. Sin duda, tras leer algunas de sus obras, he encontrado que no sólo es uno de los mejores escritores de la literatura hispánica, sino uno de los más reflexivos y profundamente intelectuales –no vacuos y pedantes como el grueso de nuestros grandes escritores–. El alcance de la construcción espiritual –no sicológica ni narrativa ni intelectual– de los personajes es inigualable con cualquier otro escritor que haya conocido. Su problema: es un escritor de élite, no de masas. Una de sus grandes obras, prueba de su gran inteligencia es La tejedora de coronas, libro del que hablaré en otra ocasión, cuando la experiencia deje de doler, o haya sanado lo suficiente para no derramarse.
Parezco decir que ya he sanado Cuando besan las sombras, razón por la que comenzaré a escribir sobre mi experiencia, y no tanto de la genialidad de Espinosa. Sin embargo no he sanado. Si ahora escribo es porque las reflexiones sobre este libro me asaltan cada día desde hace seis meses. Desde que ante el caribe colombiano terminé este libro no he podido cerrar una herida que abrió profunda en mi inteligencia. Porque Espinosa es un autor que hiere la inteligencia, lapsique en su sentido primigenio: el alma. Cada mañana, cuando recobro la conciencia, tras toda la dicha de la noche, me asalta nuevamente la visión de la amante fantasma. Cierta punzada me invade y tengo que contenerme, sonreír y buscar desesperadamente la alegría para pararla. Solución propuesta por el mismo Espinosa: el gozo, el gozo.
La experiencia, dice Sábato, es lo que transforma el recuerdo de la misma experiencia. Desde hace seis meses he vivido, viajado y navegado por lugares que jamás hubiera imaginado. He descubierto mundos. He encontrado caminos. Me he asombrado con la luz de un cuadro. Me he tranquilizado del temblor y de la angustia en los brazos de mi bien amado. He leído y releído el origen de mi angustia; como si se tratara de un deleite, tengo allí las imágenes fijas de los escritos –la búsquedas por revivir algo que ya estaba muerto, que nunca fue y que se derrama en vulgaridades que pretenden ser eróticas– que han agudizado la intensión de Espinosa.
Pese a que he podido leer, hablar y escuchar las “palabras” –preservadas por otros– del mismo Espinosa, no dejo de intuir que este escritor gustaba de esconder su inteligencia. El portento intelectivo de este hombre sólo se revela conforme pasan las páginas. Abruma su inteligencia, sorprende, asusta, avasalla. Estoy segura de que nunca habló, quizás salvo con unos cuantos, de sus reales intenciones al escribir, sobre el completo significado de su obra. ¿Qué sentido tendría hacerlo? Sería dar una lectura predispuesta. La vida es como la literatura: una constante sorpresa.
Así como esas imágenes, fijas, inamovibles, tengo también mis impresiones temblorosas de Cuando besan las sombras. Todo lector atento sabe que la obsesión de Espinosa por el espiritismo y la reencarnación se verá reflejada en la casona del Escudo en Cartagena –de Indias, claro–, y que los fantasmas acosarán a Marilyn y Fernando Ayer, joven pareja que decide instalarse en ese viejo caserón por cierta inclinación intelectual. Pero el asombro de Marilyn ante el descubrimiento del “beso de las sombras”, su postración, su dolor y su profundo arrepentimiento no parece haber sido advertidos. Es el momento en que toda una vida, una ilusión y un mundo quedan escindidos, porque el “deseo” que se profesan Fernando Ayer y la sombra superan toda fuerza natural o racional. No se trata ya de amor, sino de algo más fuerte. Algo que supera hasta la más tierna de las compañías y la vuelve despreciable. Y sólo la inteligencia podría con ese besar de sombras. ¿Pero cómo la inteligencia podrá superar la mitología? ¿Lo fundacional? El lazo de Fernando Ayer es aún más fuerte con su fantasma que con Marilyn. Fernando funda toda su obsesión en el supuesto de que “ella” –el fantasma– lo está esperando desde el principio de su existencia, desde el fundamento de su vida. Olvida el valor de la vida y de los encuentros: “desde lo más profundo de los siglos todo está tramado para encontrarnos” –idea que explorará Espinosa hondamente en La tejedora de Coronas–. Prefiere un ciclo, un tiempo circular al destino. La única forma de traicionar el destino es quedarse en el tiempo mítico.
Ante la sorpresa Marilyn sólo atina a sentir asco ante esa relación entre Ayer y el fantasma. ¿Pero no resultaría absurdo su asco puesto que un fantasma no es un rival real? Pareciera que sí, que Marilyn no está esperando sino un pretexto para irse. Sin embargo ese asco es lo que la obliga a huir, a escapar cómo sea, tras lo que sea. Ese asco no es otra cosa que celos, rencor, tristeza y una certeza plena de que lo que los une –un mito– es más fuerte que cualquier amor construido de realidades. Marilyn jamás podrá superar al fantasma. Jamás podrá significar más para Fernando. Jamás podrá ser amada nuevamente. Con temblor se da cuenta de que ni aún ella muerta logrará generar lo que ese romanticismo cargado de egoísmo y de desprecio por la vida ha provocado en Fernando. Por supuesto que Ayer no pretende abandonar a Marilyn, ni cambiarla por un fantasma, pero no abandonará tampoco su ímpetu por rescatar esa experiencia fantasmagórica –muerta, contraria al goce–.
Al final todo termina en olvido. Fernando y Marilyn, ante la falta de inteligencia para abandonar, dejar atrás y olvidar lo muerto pierden no sólo el goce sino la vida. Pierden la memoria y sólo queda una nota musical que no logra sino transmitir tristeza disfrazada de belleza. Ni siquiera melancolía. La memoria no debería recuperarse explorando al fantasma, intentando olvidarlo, abandonando la vida por una fantasía. En otros textos Espinosa vuelve sobre la memoria y la centra toda en el gozo inalcanzable, en la experiencia fraguada en presente. Y la recuperación del pasado sólo puede ser lograda por el recuerdo mismo.
El enfermizo afán de Fernando Ayer por vivir en el pasado, por volver de la depresión una forma de gozo, pensar que el erotismo con un fantasma –casi necrofilia– puede revivir (“divertir”) un momento, son una forma de negar la vida. La existencia. La experiencia. El mito no logra fundar realidades, aunque las realidades logran fundar un mito. El asco de Marilyn no es sino una forma de la inteligencia ofuscada. Ante una revelación tan dolorosa como el beso de las sombras –el cambio de lo vivo por lo putrefacto– la inteligencia debe mover al abandono, al olvido, a la retirada. Los fantasmas asaltarán siempre. En la soledad –en los sueños– se puede incluso copular con ellos. Pero no parece leal para Espinosa incluir al “bien amado” –o al que se dice amar– en medio de esa nausea que se volverá en obsesión y al final en abandono.
Pero ¿escribir sobre la experiencia no es lo que hacemos, entonces? Sí. Pero parece haber una diferencia importante entre registrar la memoria y traicionarla. Crear realidades forzadas con seres que nunca existieron, y que si existieron no tienen nada que ver con el fantasma que queda; traicionar, con esa búsqueda de realidades disfrazadas de ficción, la experiencia, la vida y el amor parece estulto. Lo abrumante para el autor, en voz de Marilyn, no es la búsqueda por entender un pasado que acosa a la pareja, ni descubrir su origen; es preferir el vínculo y la fascinación por lo que ya no es ni será y nunca fue. No una utopía ni una quimera. Un muerto.
Finalmente ambos personajes, Marilyn y Fernando Ayer terminan huyendo tras sus respectivos fantasmas, asumiendo que es mejor esa compañía que ya no es, que ya no les pertenece. La vida se les va en creer que amar no es solo una quimera. Y el olvido los alcanza al haber traicionado el amor, la vida y el gozo.




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