SALMO DE LOS FRACASADOS



Por ÁLVARO BUSTOS GONZÁLEZ

Buscando por ahí cosas de Germán Espinosa que no había leído, topé con este poema que hace parte de una antología de poesía colombiana recopilada por Rogelio Echavarría. Espinosa quiso que se le recordara como un poeta que narra, pero su obra en verso no tuvo la misma fortuna de sus cuentos, ensayos y novelas. Ese aparente fracaso en el campo de la lírica se le atribuyó a su empecinamiento con la obra y el estilo del fundador del modernismo en hispanoamérica, Rubén Darío, y a la influencia psicoafectiva que en él ejerció la obra de León de Greiff, su amigo, maestro y contradictor en sus raptos de antipatía. Este poema, Salmo de los fracasados, tiene elementos estructurales en los que ambas influencias son reconocibles. A mi juicio, en estos versos logra Germán Espinosa su legítimo anhelo de ser considerado como un rapsoda. No sé cómo lo habrán tomado otros; a mí me basta la perfección conceptual e idiomática en ellos implícita, su ritmo y su aire desgarrado, pero sobre todo el que Rogelio Echavarría los haya elevado a una categoría superior:

“Somos los receptores de toda altanería, /el tremedal sobre el cual se erige cada triunfo. / En nosotros fincan sus pies los vencedores / para, hundiéndolos en nuestra blanda materia, alzar / el temerario vuelo. / Para que fulja su prestigio, / necesitan que soportemos su desprecio, que exultemos / en nuestra humillación. / Para que brille lo demás, / debemos dar la contrafaz opaca: sin nuestra sombra, / la luz sería menos luz. / Nos arrastramos, nos retorcemos contrahechos, / para que Apolo implante su belleza. / Y aquí estamos: oficinistas, mecanógrafas, / astrosos mendigos, barrenderos de calles mustias, / carteros, vendedores de frutas, estibadores infinitos, / poetas ignorados, artistas sin duende, / mozos de restaurantes, actores de reparto, / solteronas transidas de decoro, / disimulando el agujero en la suela, el cuello raído, / cubriendo con sobretodos grises la impresentable chaqueta, / con bufandas mohosas la desvaída corbata. / Sin nosotros, no seríais excepcionales, ¡oh triunfadores! / Sin nosotros, vuestro mundo, victorioso, resultaría / monótono y frío. / Sin nosotros, ¿qué fulgor tendrían el ministro recién / posesionado, / el general de la república / o la dama de sociedad? / Somos el fundamento del triunfo, la materia esencial / de todo esplendor. / Sin nosotros, nada seríais, ¡oh otros!, / ¡seríais los nosotros de otros vosotros cualesquiera! / Porque somos la piedra angular de toda grandeza, / la sustancial tristeza en que puede el mundo fundar / su vindicativa alegría”.

Unos utilizan la injusticia y la falta de compasión del género humano para atizar el odio entre hermanos; Germán, manchada su autoestima por el desprecio de sus congéneres y de los críticos de oficio, sublimó su angustia y su tirria en este canto a la veracidad antinómica de la vida: mientras unos ganan, otros pierden; mientras unos son aplaudidos, otros sólo merecen el desdén de sus semejantes; mientras unos ostentan las luces, otros sucumben a las sombras. Y lo hizo con una sutil ironía, sin perder los estribos de la razón, que también sirve para descubrir y escribir la poesía.

Hasta ahora desvelé el río interior que me llevó a preferir a dos escritores en apariencia tan disímiles: Germán Espinosa y Julio Ramón Ribeyro. El título del diario de Ribeyro lo dice todo: La tentación del fracaso. En ese libro de recuerdos plagados de soledad, temores literarios y aislamiento social, Ribeyro le reclamó al mundo su derecho a ser nadie, a no hacerle concesiones a las modas ni a las iluminaciones de la vanidad; Germán, en unos versos libres, breves como el postrer reconocimiento a su obra, se quejó sin amargura de la ceguera mezquina de quienes no le concedieron a su literatura el rango estético, culto y erudito que ella, sin imposturas ni facilismos, posee.
La vida de ambos, de Ribeyro y de Espinosa, estuvo marcada por el cigarrillo; ambos padecieron un cáncer derivado del vicio de la nicotina; ambos hicieron público su amor por Stendhal, Thomas Mann,  James Joyce y Jorge Luis Borges; ambos estuvieron por fuera de los estrépitos publicitarios del boom de la literatura latinoamericana, y ambos, por una decisión consciente que los hará perdurar más allá del egoísmo de sus contemporáneos, armaron su rancho muy lejos del realismo mágico, afincados en la verdad verdadera del hombre y sus fantasías.          

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