VISIÓN DE GERMÁN ESPINOSA


Del Libro de las Celebraciones




Por Sebastián Pineda Buitrago




A menudo lo acusan de soberbia, tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que provienen del misterio que envuelve a los grandes escritores) son irrisorias. Germán Espinosa concibe la vida como un café abierto al mundo, ebrio de amigos y palabras, con la actitud de conversar siempre. Conversar para él no es un acto de vanidad para ser tenido por culto o literato, sino una gana, una necesidad íntima. Acaso sea uno de los últimos escritores dados a la conversación, a los cafés, a las tertulias. Él habla sin reparar en su interlocutor y lo comenta todo, porque su vocación esencial es contar, relatar. “Soy un poeta que narra”, dijo alguna vez. Lo sabemos: no es novelista para muchedumbres. No porque se requiera gran erudición o cultura para leer sus libros, sino porque nadie ha hecho tan suyo el consejo del ancient mariner de Coleridge: “I know the man that must hear me; / to him my tale I teach”. Espinosa identifica a su lector, lo inventa, lo pule, porque una buena novela se dirige a un individuo en concreto, no a una masa de lectores. Y si la literatura surge de la vida y es como una compensación, de muy pocos podemos escuchar esta cosa tremenda: “¡HE VIVIDO!” Sí: Espinosa ha vivido con alma, con sangre, con nervios, con músculos, y, contrariando a Barba Jacob (uno de sus poetas preferidos), se aleja del olvido.
Ese vaivén de veneración y desdén hacia sus libros invade su figura de cierto misterio. Cuando en el 2001 me radiqué en Bogotá, presto a estudiar Literatura, indagué entre los libreros del centro sobre Germán Espinosa. “Ya casi no se le ve; vive bebiendo whisky en su apartamento de las torres Jiménez de Quesada”, contaban con dejos de leyenda. Divisé las faldas de Monserrate y Guadalupe, donde se hincan las torres de su apartamento, y me alegré de estar en la misma ciudad del autor de La tejedora de coronas (1982). Pero si en la calle sabían de él, casi lo ignoraban en la academia. “¿Espinosa? ¿Querrás decir el filósofo Baruch Spinoza?” No me desgastaba en aclaraciones, antes se me antojaba admisible cierta intuición sobrenatural. No sólo en su novela Los cortejos del diablo (1970) aparece de repente un tal Spinoza, acusado de practicar el panteísmo en plena Cartagena inquisitorial; también el propio Germán ha dictado cursos de lógica sobre el judío de las “traslúcidas manos” labradoras de lentes. Luego, dentro de los misterios del universo, el que un novelista colombiano comparta el mismo apellido de un judío holandés del siglo XVII ― apellido que hunde sus raíces en el pueblo castellano Espinosa de los Monteros ― no es cosa del azar; podemos hablar perfectamente de la reencarnación de éste en aquél. Además, visto de perfil, la nariz del cartagenero se pronuncia algo israelita, judaizante.
Hay algo mágico en Germán Espinosa. ¿O tendrá la admiración (que no es propiamente una virtud) mucho de supersticioso? Es comprensible si se trata de Espinosa, que afianzó en Colombia la narrativa fantástica con su primer libro de cuentos La noche de la trapa. Lo publicó en 1965, el mismo año en que contrajo matrimonio con su amor infinito: Josefina Torres. De lo que deducimos que Josefina, el amor, lo impulsó por el camino de la literatura. Si no, confiesa el propio Espinosa, la bohemia y la fugacidad del periodismo lo hubieran consumido. Y nada menos parecido a Espinosa que esos talentos a los que el medio ingrato deja en la sombra y, en ciertos casos, empequeñece y deforma por la adaptación a grupos sociales mezquinos. Su labor de novelista dista mucho del arte de los rumores diarios o periodísticos que todo lo enturbian. Cuidadoso de izquierdas y de derechas, nadie lo ha hecho sardina de su ascua. Él, a lo suyo. Incluso la sustancia de Los cortejos del diablo, El magnicidio y Sinfonía desde el nuevo mundo, que Alfaguara reeditó como Novelas del poder y de la infamia (2006), llama la atención sobre el demonio agazapado que se desliza en ciertas personas embriagadas con su propio Eros, soñando con cambiar el mundo de raíz por la misma razón que lo ven distorsionado. Y aun advierte sobre la adulación, la envidia y la vanidad enloquecida del mundillo del arte en La balada del pajarillo (2000), novela de proporciones fantásticas y aterradoras tan sólo por los delirios del pintor Braulio Cendales. El único remedio frente a esta intoxicación intelectual, recomienda el propio Espinosa en El sueño ético en Atenas (Ensayos Completos II, 2002), es la humildad, fruto de la relatividad del universo.
Espinosa ha pagado, como Babel, los escarmientos por subir más allá de lo corriente. No sólo él. Altos espíritus, incluso eminentes en Europa, han sido esquivos a la fama y no ocupan sus lugares merecidos dentro de la sociedad colombiana, simplemente por no saber relacionarse con el temperamento del periodismo bogotano. Hay mucho de psicología social en todo esto. En su ensayo Sociología de la autenticidad y la simulación (1955), Cayetano Betancur observó cómo los medios y las personas del alto mundo de Bogotá sienten una desconfianza ante el hombre talentoso que no nació en su medio y a quien no puede tratar con diminutivos que acentúen la relación amistosa. León de Greiff, a cuya recia personalidad se acercó Espinosa siendo muy joven, jamás condescendió con ello y llevó, por consiguiente, una vida solitaria. Si se ve bien no son precisamente los expertos en lenguas, los historiadores eruditos ni los grandes novelistas quienes presiden una exposición, dirigen una facultad o regenten una universidad. Son, en cambio, los “suaves filósofos” de fino tacto, que nunca importunan. Mas Espinosa ha residido en Buenos Aires, Nairobi, Belgrado, y sabe que el ser humano es igual en todas partes. Lo que reprocha es más bien la poca respiración internacional de la cultura colombiana, con lo cual su obra y la de muchos colombianos ilustres se expandiría globalmente. Francia, por ejemplo, elevó La tejedora de coronas como obra representativa de la humanidad. Si un comentador de libros, de cuyo nombre no quiero acordarme, ignoró a Espinosa en un panorama de la novela colombiana después de García Márquez, bien sabemos sus lectores que el nombre de Espinosa ya equivale a un epíteto de buena literatura.Casi muere a finales de 2004. Por alguna complicación intestinal lo sometieron a una cirugía de urgencia, y el efecto de la anestesia detuvo su corazón por instantes. Lo trasladaron de inmediato a cuidados intensivos. Unas horas después salió el cirujano a comunicarnos (yo estaba con Adrián, su primogénito) que posiblemente Espinosa moriría esa misma noche. “Está muy grave”, se limitó a decir. No sé si su esposa Josefina escuchó la sentencia del cirujano, pero en su angustia de aquella noche varias veces repitió: “Germán no se puede morir. Él me prometió que escribiría otra novela”. Yo, a mi turno, buscaba en el firmamento, denso por el fulgor citadino de la alta meseta metafísica, el planeta “Genoveva” de La tejedora de coronas, su novela cósmica. En esos momentos resultaba impactante la íntima relación del amor y la vida con la literatura. Un año después, cuando Josefina falleció, varios amigos le insistimos cumplirle su promesa. Y su última novela, en efecto, saldrá con el nombre de Aitana, sí, en honor a la mujer a quien le debemos conducirlo por el camino de la literatura.

1 comentario:

Kristofelia dijo...

Definitivamente Germán Espinosa es grande. Que triste para nosotros que dejó este mundo y nos priva de su calurosa presencia, pero que felicidad para él encontrarse con su eterna musa.Paz para él en su tumba.

El maestro Espinosa nos dejó un gran legado literario. Es cierto que sus libros no son escritos para el común, para cualquiera; es necesario ser muy sensible y amar la lengua española para entender lo magnífica que es la obra de ese Gran Erudito.
Desde la tierra y através de las palabras: gracias Germán Espinosa por ser colombiano, por tu obra y por todo, gracias por siempre...