Notas sobre «Los cortejos del diablo» (1970)





«Recorrer sus páginas es asistir a un asombroso derroche de talento narrativo, polirritmia y musicalidad, una endiablada exuberancia verbal que algunos pretenden simplificar con el rótulo carcomido de «barroco».El mismo miedo de Juan de Mañozga por los brujos de Buziraco; el miedo acendrado de los cartageneros por el émulo incendiario de Torquemada. «No era fácil olvidar los viejos temores, los de aquellas cercanas épocas en que tres aldabonazos y el anuncio oficial: «Abrid en nombre del Santo Oficio», eran suficientes para crispar de pánico al más resuelto y sembrar de rodillas en tierra al menos aprensivo». La ficcionalización del miedo puede ayudarnos a paliar esta realidad de miedo que nos ha tocado en suerte». (Orlando Araujo). Leer más aquí

El tribunal de la Inquisición de Cartagena, Colombia, fue levantado en 1610 por Juan de Mañozca y Zamora, un hombre graduado en letras de la Universidad de México y antiguo bachiller de Salamanca, España. Tenía una cultura conformista, es decir, suficiente para reconocer lo que no oliera a cristiano, y quemarlo. No era extraño que los inquisidores pasaran por una uni­versidad. Ya el humanista español Luis Vives había dado a entender que los odios de los ignorantes son inconsistentes, pero los de los sabios a medias, sólidos, tan sólidos como una pared sin ventanas. Sin luz de re­conciliación.

Mañozca detestaba el sopor caribeño que le hacía sudar las manos y borrar lo que había logrado escribir en sus pliegos de acusaciones. Como luego sería inquisidor en Lima y en México, había aceptado el cargo en Cartagena como escalafón, pero la pasó muy aburrido porque sólo pudo quemar a dos judíos, y en su persecución de brujas (mujeres inteligentes y sexualmente activas) no contaba con la ayuda de una población esencialmente africana, negra, comerciante. Cayó en la cuenta de que una Inquisición en pleno trópico no podía ser sino de­lirante, y no hizo más que quejarse. 

Ya sabemos que la imagi­nación a ratos arroja más datos fidedignos que la historia documental. Por­que curiosamente Germán Espinosa imaginó cómo esos inquisidores de Cartagena azotan y flagelan cuánto pueden a Lorenzo Spinoza, un comer­ciante judío proveniente de Holanda. El reo Spinoza se cuelga del pescue­zo un letrero con la frase Deus sive natura, y los inquisidores se desesperan por sus explicaciones eruditas.

-¿Es una frase del talmud? -rugió Mañozga, quitándose el jubón de los hom­bros y arrojándolo lejos, como si se aprestara a librar una batalla, no contra el réprobo, sino contra la temperatura que parecía amazacotarse en aquella at­mósfera mefítica.

-No -dijo Lorenzo Spinoza [...] Digo que no es del talmud palestino ni del talmud babilónico.

-¿De cuál Talmud entonces, coño de tu bisabuela?

-Vosotros no comprenderéis jamás -porfió el judío con el cuerpo desmazalado bajo los azotes- el sentido del Deus sive natura. No adoráis a Dios por amor, sino por temor. Y acabaríais adorando al demonio si se os apareciera. Es inútil. No me sacaréis una palabra más. Decid pronto lo que queréis que no gasto mis argu­mentos ante tontos. ("Los cortejos del diablo", 2006: 88).

La cultura a medias del inquisidor Mañozga -a medias también fue la de España y sus ex colonias- no ve otra cosa que no sean sectarismos. Nadie duda que ese inquisidor haya sido letrado (ese vago término que nutría de arrogancia a los hidalgos): pero es en esa pretensión intelectual donde des­cansa gran parte de la violencia del mundo hispánico. Hace falta en la prensa y en las universidades mucha heterodoxia: gente sin cadenas con ninguna secta o claustro o grupo económico, es decir, más brujas y brujos. De lo contrario, las cátedras universitarias y el periodismo y las columnas de opinión se parecerán mucho a la política, que sólo insiste en un solo aspecto de las cuestiones fingiendo ignorar todo lo demás. 


Tesis sobre Los cortejos del diablo



No hay comentarios: