BOMARZO Y LA TEJEDORA DE CORONAS: DOS NOVELAS CÓSMICAS











Por Sebastián Pineda Buitrago
Investigador del Instituto Caro y Cuervo
e-mail: sebasconection@gmail.com



Al entrarse la segunda mitad del siglo XX, la literatura latinoamericana empezaría a erguirse – gracias a un estilo propio ya antecedido en su poesía, hablo de la poesía modernista – como una de las más lúcidas y fascinantes del mundo entero. De la pesadilla de las dos cruentas guerras, el mundo despertó, populoso y vertiginoso, progresista y superficial, a merced de los Estados Unidos, Rusia y la ruinosa Europa. Imperios ebrios de adelantos tecnológicos, de fugaces cohetes lanzados a una luna ahora prosaica, vencidos por su propio orgullo, limitados por la impresión de lo presente, como dice Schopenhauer1, que olvidaban conquistas intelectuales, batallas literarias… Tal destino le tocó en suerte a la América Latina. La humanidad se vio otra vez engrandecida, recreada y recordada, especialmente, por una sigilosa legión de escritores latinoamericanos (poetas, ensayistas y novelistas) quienes, conscientes y felizmente, sintieronse herederos de todas las tradiciones y literaturas del mundo. Es el caso de dos novelas, perfiladas en este ensayo como cósmicas, que se escribieron a lo largo de la segunda mitad del siglo XX: Bomarzo (1962), de Manuel Mujica Lainez y La tejedora de coronas (1982) de Germán Espinosa.

En estas dos novelas, Mujica Lainez y Germán Espinosa lograron, con una facilidad exquisita, ahondar en la historia europea y occidental (de la cual formamos parte como los que más), dialogar con los mejores hombres que la habían forjado en todos los campos, interrogarlos y cuestionarlos, sin caer en una rigidez académica, más sí en un rigor estético – hablo de una suerte de escritura plástica impresionante –, y sentirse a sí mismos centros de la historia desde posiciones culturalmente exigentes.
Desde el sur del continente americano, en una urbe cosmopolita donde confluyen, además del inmenso río de la Plata al mar, cientos de emigrantes de casi todos los pueblos del mundo, Manuel Mujica Lainez escribió, más que una novela, una especie de rito que celebra el Renacimiento europeo encarnado en la personalidad maravillosa de un duque italiano.
Desde el caribe, o Mare Nostrum americano, paradisíaco lugar donde se han fusionado todas las tradiciones y razas del orbe, Germán Espinosa logró tejer, en el cuerpo de una mujer astrónoma, la Europa del siglo de las luces, la Norteamérica de George Washington, la Cartagena de tiempos imperiales, y quizá hasta las esferas-siderales… Bomarzo y La tejedora de coronas podrían preciarse de ser las obras literarias que mejor han logrado – lo experimenta el lector – la fusión literaria entre el escritor, el personaje y el narrador. También son las novelas, representadas en dos seres fabulosos envueltos en un marco histórico poéticamente lleno de lances afortunados, que mejor han ahondado en la época que narran. Basados en una exploración histórica, astronómica, paisajística, antropológica y arqueológica, y en buena parte personal y psicológica, Mujica Lainez y Germán Espinosa, a través de la escritura más lúcida y depurada, lograron insertar sus angustias, sus temores, sus fortunas y vicisitudes presentes, dentro de otra época y otro lugar y bajo otras circunstancias – obsérvese cómo en la literatura rigen también las leyes de la física: ser yo mismo en otro tiempo y en otro lugar – en un vasto y colorido juego de máscaras, que guarda comuniones clásicas y, por ende, cósmicas.

Implícitamente, el duque Pier Francesco Orsini, personaje real que nació en un palacio romano en 1512, es Manuel Mujica Lainez que nació en Buenos Aires en 1910. Éste, en mitad del siglo XX, desde la quietud de su biblioteca en Buenos Aires, escribe sus apasionantes y trágicas memorias de la Europa del siglo XVI. No son parodias de las memorias autobiográficas del orfebre Benvenuto Cellini que vivió en esa misma época, ni de una simple biografía del duque; diría que se trata de una autobiografía fantástica. Mujica Lainez despeja la pátina de un cuadro suntuoso, el del Renacimiento, para no solo describirlo sino internarse y pintarse a sí mismo en él, bajo la facha de un jorobado patricio italiano, descendiente de una estirpe de condottieri y de güelfos, con antepasados papas y generales romanos, cuyo escudo, representado por una Osa y una sierpe, justamente lo apellida Orsini: “yo soy único en mi dilatada prosapia, soy el único que puede escribir su historia de hace cuatro siglos.” Pier Francesco Orsini, sí, un príncipe provinciano e intelectual de los Estados Pontificios, odiado por su familia (salvo por su abuela que lo llama Vicino), contrahecho, cínico y pintoresco que, gracias al despliegue imaginativo y erudito del escritor latinoamericano, adquiere dimensiones cosmopolitas y universales.

Germán Espinosa se sumerge en el mar caribe, en las aguas trágicas y cálidas de su historia, para hacer surgir a Genoveva Alcocer, la protagonista de la novela, sobre una Cartagena tropical, una noche de 1697 iluminada por la luna llena de abril de todas las cosmogonías, pero asimismo asediada por piratas de todo el mundo “…que, viéndome desnuda” narra la bella joven Genoveva de mirada astronómica, “barbotaban todo género de obscenidades en varias lenguas… (cap. XVI)” Todo el mundo, aunque tenazmente, (como también lo fue nuestra conquista), parece confluir en Cartagena. De esta manera, Germán Espinosa logra hilar los principales sucesos históricos y culturales de la Europa del siglo XVIII con la Cartagena sitiada por una flota francesa que comandaba el barón de Pointis – quien escribió en sus memorias sobre este suceso –, a través de una emotiva narración sin puntos seguidos. Artera forma de narrar este argumento pues así, el fluir de la conciencia de Genoveva une a América, sin obstáculos, con el resto del mundo occidental en pleno Siglo de las Luces, justamente cuando los historiadores modernos, ora franceses, o ingleses o alemanes, nos dejaban de lado, en buena parte, por la decadencia del Imperio español al cual pertenecíamos. Genoveva, consciente de aquello, prefiere traicionar las imperiales y coloniales murallas de Cartagena, y abrirse al mundo, enfrentando todas las fortunas y vicisitudes. Expuesta a un intercambio cultural y sensual, Genoveva pasa a Europa, se enrola en la corriente masónica, en la logia parisiense con Voltaire a la cabeza. Entre los científicos europeos, con candoroso entusiasmo, Genoveva insiste en el descubrimiento de un octavo planeta (Urano) que su joven amado Federico, desde un rústico catalejo, observó en los cielos tórridos de Cartagena “…esos cielos de Guabáncex, de Mabuya, de Huracán.” Genoveva, además, trata de persuadir a su amigo cosmógrafo Pierre-Charles Lemonier, de corregir el mapamundi donde los territorios del trópico quedaban “risiblemente minimizados.”; de colmar su esforzado propósito (omito el término de quijotesco) de desmitificar a la culta y sacrílega Europa, y destruir el concepto de la bárbara y cándida América, como lo ve su amigo y amante François-Marie Arouet: sí, el ya mencionado Voltaire.

En Bomarzo hay una delgada línea que confunde al duque Vicino Orsini, lector hedónico de los clásicos griegos y latinos, del Orlando Furioso de Ariosto, acaso formado en El Príncipe de Maquiavelo, pintado por Lorenzo Lotto en un cuadro llamado “Retrato de un gentilhombre”, mecenas de artistas y científicos – a estilo de sus amigos los Médicis, en cuyo palacio florentino se hospeda en su adolescencia –, con Mujica Lainez, en el siglo XX, que ha leído a Dostoyevsky como a Freud y el psicoanálisis, al stream of counciousness de Joyce y Virginia Wolf, a los poetas románticos ingleses y alemanes, a los poetas simbolistas franceses – sí, la lucidez diabólica de Baudelaire –, que ha heredado la elegancia, las asociaciones narrativas de Marcel Proust, la soltura de Sthendal, y aquel abarcar un todo de Flaubert – quien resulta precursor de nuestros dos novelistas, debido a su panteísmo en La Tentación de San Antonio, y a su profundización histórica en Salambó –. De la misma manera como alguna vez el duque Vicino Orsini reúne a toda las cortes europeas en su castillo, Mujica Lainez reúne, en su espacio ideal, a toda la literatura. La descripción del castillo, cuando su padre es traído muerto “…no sé – nunca lo supe – si por los demonios o por los hombres”, emite espectros que recuerdan el castillo del príncipe Hamlet. La muerte de su hermano mayor en el lecho del río Tibre, guarda comuniones con las leyendas clásicas. La presencia arqueológica etrusca, bajo su castillo, le sugiere un inframundo; su horóscopo, trazado por Sandro Benedetto, promete su vida infinita, ante lo cual su místico paje, Silvio de Narny, escruta las estrellas y busca el mágico elíxir de la inmortalidad cifrado en unos viejos manuscritos. Todo gracias al sabio Paracelso, el famoso alquimista suizo, que revelosélo al duque Vicino en Venecia, en tanto lo curaba de una enfermedad. Así, la erudición de la novela confunde la realidad y la fantasía. Mientras el duque Vicino Orsini se contempla en la luna de un espejo, su mascota, un leopardo, lo ataca de súbito, acaso confundido ante su jorobada figura y el reflejo, “a cuatro siglos de distancia”, de Mujica Lainez. En esta novela todo remite a un todo, prefigurando a una infinita muñeca rusa. Acaso fue el pálpito de aquella concepción, una muñeca tras otra, lo que le permitió a Mujica Lainez, cuando visitó el castillo de Bomarzo en Viterbo, decir: Yo he construido esto. Yo he estado aquí alguna vez.2” Y maravillosamente, interpretar las figuras pétreas del Sacro Bosque de los Monstruos como epítome de la vida fantástica de su duque Vicino Orsini, el real hacedor de aquello.

Sí Bomarzo está hecha de muros medievales con piedras y rocas donde se esconden fantasmas etruscos, esqueletos sonrientes, manuscritos misteriosos o manos que vierten el veneno letal, sumándose a la extensa lista de crímenes famosos del Renacimiento, La tejedora de coronas está hecha de aire y de brisa marina, de espejos biselados donde Genoveva se contempla desnuda – así la retrata Rigaud, el pintor de Luis XVI, en un lienzo conocido como la “Diosa del amor” –, de tejidos de intelectualidad y de sensualidad que hacen brillar, como estrellas, las mentes que forjaron el Siglo de las Luces: su trama parece tejida por los astros. Esos astros, tal como reza el horóscopo que le hizo el astrólogo Henri de Boulainvilliers, que cifran la vida trágica de Genoveva pero que, sobre todo, personifican el carácter a la vez científico y fantástico de la novela. Las teorías de Copérnico, de Kepler, de Newton, van a la par con las cosmogonías arcaicas, con los monstruos griegos, o con las fantasías vampirescas y medievales. Germán Espinosa idea a la niñita adorada Marie Trencavel, descendiente de los juglares de Provenza, que solo sabía modular cantos en lengua de Oc, – poemas que inspiraron a Dante, a Petrarca, a Goethe, y que, recientemente, inspiran su última novela: La balada del pajarillo – para concebir una masacre impresionante en el castillo nórdico del barón Von Glatz, que acaso se alía, en la imaginación, con el castillo cartagenero de San Felipe y con la masacre de los piratas en Cartagena. El cruento pillaje cometido por piratas de todo el mundo a Cartagena, ha sido ordenado, desde París, por el rey sol, Luis XIV, como una forma de presionar a España, atacando sus colonias, de aliarse con los Borbones. Este cruel suceso, como he dicho, no solo será punto de partida para la penetración intelectual y sensual de Genoveva en la logia parisiense, sino también una implícita conexión o fusión con todo el mundo: Así, las calles de Cartagena, asoladas por la peste, se unen con las calles parisinas pululantes de prostitutas; la burocracia criolla es un reflejo del eslabón monárquico europeo; la Iglesia católica en Italia mira al cielo y en las colonias españolas al infierno – le reclama Genoveva al papa Benedicto XIV cuando se reúne con él en el Vaticano –. Telúricamente, el mar Caribe desemboca en el mar Mediterráneo; la bahía de Cartagena parece besarse con la bahía de Hudson. Genoveva también irrumpe en Nueva York – en ese poderoso país que nació adulto –, y luego en las praderas de Virginia que recorre con George Washington. Ritualmente, Genoveva se sumerge, además, en las danzas y los ritos africanos, en las leyendas indígenas, mostrándose como una ejemplar mestiza cultural: entonces llega a cantar un vasto panteón lunar (al finalizar el capítulo VI) que no sólo le imprime a la novela cierto carácter panteísta, sino que la convierte en una hermosa metáfora de América, donde conviven todas las razas, todas las tradiciones y todas las cosmogonías.

La crítica vasca Sorkunde Frances Vidal4 afirma, sin dudarlo, que en Bomarzo resucita el Renacimiento, esa época en que volvió a revitalizarse la historia y la cultura. Volvió a revitalizarse, bástenos recordar, comandada, por un lado, por el Siglo de Oro español, con la conquista de América a la cabeza, y por Italia, con el renacer grecorromano (así, somos herederos directos). Bien dice Vasconcelos en La Raza cósmica4, que debemos sentir, como nuestros, la Armada Invencible, la batalla de Trafalgar, la batalla de Lepanto, o las luchas de la latinidad. Mujica Lainez en Bomarzo, reiteran los historiadores, hace la mejor descripción de la batalla de Lepanto, gracias a una intensidad mística: “resuenan en mis oídos los gritos salvajes de los turcos, los ayes de dolor, las órdenes, el estrépito de las galeras chocadas, de los estampidos, de los remos que volaban como insectos gigantescos, en mil pedazos. (…) Desde los conventos, desde las iglesias de la vasta Europa desvelada, rezaban por nosotros.” También en Lepanto, el lance histórico-poético-imaginativo de la novela, da pie para que Cervantes – quién perderá su mano izquierda en dicha batalla – le obsequie un tomo de las poesías de Garcilaso de la Vega al duque Orsini, aún ignorante de la genialidad del entonces futuro autor del Quijote. “¡Si hubiera sabido! Lo hubiera aposentado en mi castillo…” Capítulos atrás del estallido épico de Lepanto, el duque Orsini también ha contemplado, en Bolonia, la coronación del emperador Carlos Quinto, y allí siente la presencia y la importancia de las nuevas tierras conquistadas: “La gloria efímera y espléndida del mundo atravesaba Bolonia, como si en ella hubiera desbordado un río fulgente (…) Y la palidez del emperador era tal que se sentía como sí Europa palideciera y como si sobre la América distante, sus cordilleras, sus florestas, sus llanuras y sus ríos, se extendiera una palidez, una cenicienta llovizna que los dioses de oro atisbaban asombrados (cap. IV)” En plena celebración, cuando el propio Carlos Quinto lo nombra caballero, se cruza con el hidalgo Don Pedro de Mendoza “…que había fundado una ciudad, Buenos Aires, por los extremos australes de América. (cap. VI)”. Y, a propósito, es impresionante la correlación que guarda la obra literaria de Mujica Lainez, entre Buenos Aires o Latinoamérica, con el resto del mundo, a usanza de su colega y compatriota Jorge Luis Borges. Como él, Mujica Lainez cursó una secundaria europea, en Francia e Inglaterra – por esos años 20´s y 30´s cuando la Argentina ostentaba una economía poderosísima – y pudo ser un inglés o un francés, pero prefiero, como Borges, ser un hispanoamericano universal; al regresar, entonces, publicaría, por un lado Glosas Castellanas – pequeños ensayos sobre la literatura del Siglo de Oro español – y por otro “Canto a Buenos Aires (poemas)” – que junto a los cuentos de Aquí vivieron y Misteriosa Buenos Aires recuperan la historia de tan espléndida ciudad –. “Tu visión de la patria – le dice el mismo Borges en un poema; para recordarle: “Manuel Mujica Lainez alguna vez/ Tuvimos una patria – ¿recuerdas? – y los dos la perdimos.” De esta manera, su obra posee un “ciclo porteño”: novelas como Los viajeros, La casa, Los ídolos o Los cisnes donde intenta recrear una aristocracia latinoamericana, abandonada e idólatra, que sueña habitar palacios remotos, y apenas consigue sobrevivir en un medio hostil, complejo y diverso, como el nuestro. Ahora bien, su búsqueda cosmopolita está patente en Bomarzo, donde, por cierto, hallamos una impresionante prosa aristocrática. Bomarzo, publicada en 1962
[1], a su vez, forma parte del más impresionante tríptico, casi único en la literatura. Tras novelar todo el Renacimiento, Mujica Lainez, consciente de que estaba cumpliendo con su pasado europeo, se atareó en escribir El Unicornio, una suntuosa novela narrada y protagonizada por el Hada Melusina, que nos da una visión personalísima de la Edad Media: las Cruzadas, las viñas francesas, los trovadores de Tolosa, los caballeros, los unicornios, hacen refulgir esa época en que el cristianismo estaba ligado al paganismo, a lo mítico. El laberinto, por último, cierra el tríptico con una nueva autobiografía fantástica, esta vez, la de Ginés de Silva, quien, desde niño, viviendo en Toledo, empieza a relatar sus picarescas aventuras por la España del Siglo de Oro: cuando el Greco lo retrata para su óleo “El entierro del conde de Orgaz”; cuando con Lope de Vega pelea en la Armada Invencible… Ciertamente, Ginés de Silva vive en la imperial y gloriosa España, gobernada por el austero y poderoso Felipe II, que se abre al mundo a través de intrincados dédalos que terminan incorporándolo a la recién fundada Buenos Aires, desde donde, como en Bomarzo, concibe su narración. Es tácita la reivindicación del Imperio latino y americano que hace Mujica Lainez en este tríptico.

A nuestro Germán Espinosa, tampoco le bastó haber auscultado y novelado la Europa del siglo XVIII. Su pasión universalista lo llevó a concebir El signo del pez, donde se sumerge en los últimos resplandores de la Roma incendiada y politeísta, gobernada por Nerón, y en los inicios del monoteísmo comandado por el judío Pablo de Tarso. Una hermosa novela que, a través de una prosa ensayística que no deja de lado la fantasía y la poesía a usanza de Thomas Mann – quien escribió sobre los tiempos bíblicos en José y sus hermanos –, aborda las meditaciones más bellas y profundas (sobre todo en labios de la griega Aspálata) sobre una época y unos hombres que originaron y fundaron la fe cristiana. Acaso como Mujica Lainez cuando visitó Bomarzo, Germán Espinosa sintió la misma fascinación de poder encarnar un personaje histórico, Pablo de Tarso, al visitar la famosa basílica romana que honra la memoria del apóstol. He allí la impresionante proyección que pueden lograr algunos escritores latinoamericanos cuando se saben herederos de muchas culturas y civilizaciones. Como la de Rubén Darío, la obra de Germán Espinosa, desde que publicó sus primeros poemas a la edad de 16 años (Letanías del crepúsculo (1954)), ha sido una continua obsesión por vincular a Latinoamérica a la universalidad. Antes de La tejedora de coronas – ya declarada por la Unesco como obra representativa de la humanidad –, en Los cortejos del diablo consiguió mostrarnos ese penoso intento de universalizarnos que brota del río del mestizaje cultural: presionado por la inquisición española, en plena plaza de Cartagena, en una especie de conjuro, judíos, negros, indígenas, árabes, protestantes, hasta el mismo inquisidor (que denigra de aquello que juzga brujería), todos parecen fundirse en una única cultura mestiza, o como el mismo Germán Espinosa atina a llamarla: “Cultura de culturas”. También en sus novelas Los ojos del basilisco o en Sinfonía desde el Nuevo Mundo su propósito es captar, novelando aquella época inmediatamente posterior a nuestra Independencia, de que forma hemos tratado de incorporarnos a la historia y a la cultura moderna contestes con nuestra diversidad. Germán Espinosa, durante el lapso mítico en que escribía La tejedora de coronas (desde el día de la llegada del hombre a la luna en 1969), residió como diplomático en la “Órfica Africa espejo del pretérito, danzarina estatuaria (…) entre zarzas y olvidos” y estableció profundo contacto con esa otra rica tradición a la que también nos debemos.

A lo largo de este ensayo, lo intuirá el lector, he evitado referirme a esa explosión de nuestra literatura que triunfó por la misma época en que nuestros dos novelistas publicaban dichas novelas cósmicas. Al inicio de este ensayo planteé que Mujica Lainez como Germán Espinosa, están (aunque nunca pertenecieran a un grupo) en una sigilosa legión de la literatura latinoamericana, encabezada, para más claridad, por Jorge Luis Borges y su contacto, directo y consciente, poético y ensayístico, estético y formal, con la cultura universal. No así (pese a ostentar obras universales como Cien años de soledad) lo que se conoce como el realismo-mágico que triunfó durante los escritores del boom. En palabras del crítico Eduardo Gómez, los escritores del boom “…tratan de aprender de esa influencia (europea, por antonomasia universal) pero intentando abstraer lo que se llama técnicas novelísticas, antes de asimilar una concepción ambiciosamente cultural que asume la problemática más compleja y representativa del mundo contemporáneo: la del artista y el intelectual (…) en obras tan logradas en la novela latinoamericana como La vorágine de Rivera, De sobremesa de Silva, Bomarzo de Mujica Lainez, La tejedora de coronas de Germán Espinosa…6” Sin embargo, podríamos discutirle a nuestra sigilosa legión, de acuerdo al pensador mexicano Leopoldo Zea: “la historia de la cultura iberoamericana es una historia en la que alterna la admiración por los grandes pueblos que le sirven de modelo con la amarga queja de la actitud de estos pueblos frente a sus admiradores7”. Es obvia y hasta soportable la amarga actitud. Pero no creo que estos escritores se limiten a una simple admiración; muy por el contrario, adoptando íntegras posiciones intelectuales y culturales, dirigen un profundo interrogatorio y cuestionamiento, justamente, a esos pueblos que informan nuestra cultura. “Interrogad a cada civilización; pedid a cada historiador sus garantías8” fue la máxima de Andrés Bello, nuestro prócer intelectual, que Bomarzo y La tejedora de coronas cumplen al pie de la letra. Pienso entonces, en aras de una conclusión, que América Latina para resolver sus problemas debe, en buena medida, revisar y cuestionar a Europa, de donde han provenido tantos elementos que conforman nuestra historia y nuestra cultura, como también a los Estados Unidos, de donde provienen tantos fetiches de nuestra modernidad, a través de un movimiento intelectual serio, dispuesto a pensar y dialogar, sin complejos ni tapujos, para desmitificarlos y autovalorarnos. Basta ver como confluye todo el universo en nuestra historia, en nuestra geografía, en nuestras ciudades para darnos cuenta que es una obligación asumir el papel de centros que la esfera y la historia nos ha otorgado. Genoveva en La tejedora de coronas, y Vicino Orsini en Bomarzo, nos lo demuestran maravillosamente: desde Latinoamérica, dos personajes que a sí mismos se proclaman cósmicos.

Sebastián Pineda
Citas y obras consultadas:
1.Schopenhauer: El amor, las mujeres y la muerte. Ed. Bedout, Medellín, 1982
2.Vázquez, María Esther: El mundo de Manuel Mujica Lainez. (Conversaciones)
3.Sorkunde Frances Vidal: La narrativa de Mujica Lainez.
4.José Vasconcelos: La Raza cósmica. Ed. Oveja negra, 1986. Pag. 16
5.Espinosa, Germán: Diario de un circunnavegante. Obra Poética, Arango editores. Pag. 296
6.Goméz, Eduardo: Ensayos de crítica Interpretativa (T. Mann, M. Proust, F. Kafka.) Ed. Tercer Mundo, 1987. Pag. 25
7.Zea, Leopoldo: América en la historia. Ed. Revista de Occidente, México 1956. Pag 36
8.Bello, Andrés: Anatomía Cultural de América.
· Espinosa Oral: las 24 mejores entrevista a Germán Espinosa. Selección, seguida de una cronología de la vida del autor, a cargo de Adrián Espinosa Torres. Fondo de publicaciones Universidad del Atlántico. Bogotá, 2000.
· Font, Eduardo: Realidad y fantasía en la obra de Mujica Lainez. Ed. José Porrúa Turanzas, Madrid 1993
· Seis Estudios sobre La Tejedora de Coronas: Varios autores. Fundación Flumio Ito, 1992. Universidad Javeriana
[1] Año grandioso para la literatura latinoamericana, según recuerda R. H. Moreno-Durán, pues coincidió la primera publicación de Bomarzo con la de Rayuela de Cortazar, y de la de El Siglo de las Luces de Carpentier.

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