GERMÁN ESPINOSA Y LA VIDA LITERARIA DE BOGOTÁ


Por: Sebastián Pineda Buitrago


La idea de cafés repletos de “intelectuales”, donde antes de beber y comer se va es a conversar y a pensar, ha sido inseparable de las grandes empresas culturales del mundo occidental. Vargas Llosa, cuyas novelas muy a menudo ocurren en cafés, advierte que esta costumbre se ve de Madrid a Viena, de San Petersburgo a París, de Berlín a Roma y de Praga a Lisboa. El hábito se ha extendido a Latinoamérica, y en algún momento varias de nuestras ciudades, Bogotá, Buenos Aires, México y La Habana, llegaron a borbotar de cafés literarios. Queremos transportarnos sobre todo a los años cincuenta, cuando Germán Espinosa arribó por primera vez a la alta meseta metafísica en busca de León de Greiff, cuya efigie casi legendaria de poeta barbudo y belfo, sentado en el café Automático de la Avenida Jiménez, se comentaba hasta en la remota provincia. Para el adolescente cartagenero que en Corozal, el pueblo de su padre, había leído encantado al poeta antioqueño, poder conocerlo personalmente en un café bogotano equivalía a un sueño secretamente acariciado. A menudo la historia literaria omite estos momentos de la vida de los escritores, cuando en verdad gozan de honda repercusión en su proceso creativo. Nadie, creo, ha comentado lo suficiente el encuentro en París de José Asunción Silva con Mallarmé, o de Rubén Darío con Verlaine y poco después con Rafael Núñez; sin esas coincidencias magníficas tal vez no se hubiera consolidado el modernismo. Por cierto que León de Greiff puede considerarse el último poeta modernista, como Espinosa el narrador ulterior del modernismo hispanoamericano, si por aquella escuela entendemos erudición libresca, fijación verbal y rigor estético. La amistad literaria o los encuentros sostenidos entre Espinosa y de Greiff ayudarían a explicar el amor de aquel por la antítesis y las paradojas, por los arcaísmos que por ejemplo bullen, saturan de poesía a Los cortejos del diablo (1970), su primera y exitosa novela que publicó simultáneamente en Montevideo y Caracas, pero que en Bogotá no gozó de recepción, curiosamente, por los chismes y envidias que se urdían contra él en los mismos cafés que frecuentaba. En sus Memorias, La verdad sea dicha, y aun en sus recientes novelas La balada del pajarillo y Aitana, Espinosa mismo ha desmitificado la idea culta que se proyecta en torno a los cafés bogotanos de su juventud, mejor dicho, contra los que aún se creen “cultos” por charlar en un café. Cierto que de las discusiones que en el Automático se desataban, entre el humo viscoso y el aguardiente, nacieron muchos de las ideas para sus grandes novelas, pero pensar que su bohemia haya originado sus efectos literarios implica un craso error. La literatura se construye con palabras y casi siempre se inspira en la misma literatura. El café nunca es equiparable a la academia, ni mucho menos es arte en sí mismo. Provocación de emociones artísticas, lo que es muy distinto. Si de adolescente arribó fascinado a Bogotá, en su madurez encuentra que hoy, su ciudad, harapo astral, la quiere “con otro amor que es compasión y olvido”. Se parece al mismo sentimiento de Borges por Buenos Aires: amor y espanto, “será por eso que te quiero tanto”.

1 comentario:

Anónimo dijo...

era un maestro de la literatura lo unico que le falto fue el premio nobel